14 jun 2012


escenas de niños no. 10, opus 15
robert schumann (1810-1856)

niños jugando en un parque, pero siempre lejos.
la mano derecha deja caer una nota,
 luego otra, despacio, sin mayor virtuosismo.

El sencillo contrapunto de la mano izquierda
es apenas como un eco oscuro distraído:
una sola nota cada vez, siempre una sola,
una pequeña sombra por cada punto de luz.

¿hay algo de infantil en esta pieza? quizá sí:
es simple, como ciertas tristezas de los niños,
devastadora, brutal, terriblemente simple.

no se trata del juego mismo. es otra   cosa.
 se trata de otro niño que observa desde lejos.
no juega. Ni siquiera es un niño. es schumann.

Y los últimos días, esos últimos días
de siempre desde lejos ver jugar a los niños
Desde atrás de las rejas del viejo manicomio.

la pieza dura, a lo mucho, dos minutos
 pero nos produce un fuerte cansancio corporal
 igual al que se siente después de llorar mucho.


Óscar de Pablo

11 jun 2012


la página catorce
he dejado mi ventana
abierta en la página catorce
en la parte donde habla
del verano

he decidido olvidarme
de los ochenta compañeros presos
y me he acogido como un niño
en las alas enormes
de tu paloma cama
ahí he perdido
el cuerpo en la madeja de serpientes
y el alma en los confines
de tu alma

solamente ahí
solamente entonces
son los zapatos el súper-yo y los anteojos
hechos bola en un rincón y mi ventana
abandonada
en la página catorce
he empezado ha ser yo mismo
aquí en el vasto océano de tu ombligo
aquí en el hemisferio
                                               de las dudas
solamente ahí
solamente entonces
la luz sube a la luz
y el vino se convierte en sangre

pero debo volver
a mi vida como otro
así que procedo a rescatar
      mi cuerpo

de la madeja de serpientes
y a armarme de mis antejos
y mi súper-yo
y me dispongo a salir de vuelta
al siglo de las guerras y las
revoluciones

me demoro sin embargo unos momentos
pues no ubico mi alma entre tu alma
ni mi zapato izquierdo entre tus muebles

(al alma puedo dejarla aquí
al zapato tengo que encontrarlo)

Toronto, 1999

Óscar de Pablo



blues

lo sabes
vas a morder su cuchillo nombre
hasta que tus labios se despierten y ardan
vas a escribir vientre abajo la palabra abismo
hasta que espantosamente deje
de dolerte

lo sabes
vas a frotarte el cuerpo
con la luz áspera de junio
para que llegue la noche
lenta
y te recorra

lo sabes
vas a torturar un solo de guitarra
hasta que sus gritos sean insoportables
hasta que te venzan el placer y el asco
y no sepas qué hacer
con tanta sangre

                                      Óscar de Pablo


7 jun 2012


Idilio del Gordo y la Flaca
ÉL LA llamaba Stanley; ella a él, Ollie. Ella tenía 25 años, y él 32, cuando
se conocieron en uno de esos cocteles en los que todo el mundo se
pregunta qué diablos está haciendo ahí; pero nadie se va, así que todos
beben demasiado y mienten sobre lo maravillosa que les parece la reunión.
Ambos andaban para acá y para allá en aquella selva de gente, sin encontrar
un árbol a cuya sombra arrimarse. Sus pasos los llevaron a toparse
en el centro de la insípida multitud. Tratando de cederse el paso mutuamente,
se apartaron hacia un lado, y luego hacia el otro, varias veces, de
tal forma que no podían pasar, hasta que ambos rieron. Él, por impulso,
levantó su corbata con los dedos y la meneó, y ella inmediatamente se llevó
una mano a la mollera, se desordenó el pelo y empezó a parpadear, con un
gesto como de alguien a quien le han golpeado la cabeza.
¡Stan! —exclamó él, al reconocer el ademán.
—¡Ollie! —respondió ella—. ¿Qué te has hecho?
—¿Por qué no me ayudas? —repuso él, mientras hacía ademanes toscos,
propios de los obesos.
Ambos se tomaron del brazo en medio de sonoras carcajadas.
—Yo —empezó a decir ella, con un brillo cada vez más intenso en la
cara—yo conozco el lugar, a menos de tres kilómetros de aquí, donde está
la escalinata de 131 peldaños por la que El Gordo y El Flaco, en 1932, subieron
y bajaron aquella caja con un piano adentro.
—Bien, ¡larguémonos de aquí! —gritó él.
Un portazo en el auto, un rugido del motor, y la ciudad de Los Ángeles,
a la luz del atardecer, fue pasando a toda carrera ante ellos.
Él frenó en donde ella le indicó que se estacionara.
—¡No lo puedo creer! ¿Es esa la escalinata?
—La misma, con sus 131 peldaños —respondió ella, mientras salía del
auto—. Ven, Ollie.
—Como quieras, Stan.
Se quedaron un momento mirando hacia arriba la pronunciada pendiente
de concreto. Entonces ella le pidió con voz maravillosamente dulce:
“¡Sube! ¡Anda, sube!”
Él empezó a ascender, contando los escalones, primero en un susurro,
pero a cada número que pronunciaba, su voz aumentaba un decibelio de
alegría. Cuando llegó al 57, estaba perdido en el tiempo.
“¡Detente!”, gritó ella, a lo lejos. “¡No te muevas de ahí!”
Él se quedó quieto y se volvió. Ella llevaba una cámara en las manos.
Entonces él se llevó la mano instintivamente a la corbata, para hacerla revolotear
al aire nocturno.
“¡Ahora, yo!”, pidió la dama, y subió corriendo y le entregó la cámara. Él
bajó a su vez, se volvió hacia arriba y la vio encogida de hombros y con el
gesto de perplejidad y desamparo de Stan. Él oprimió el obturador, y deseó
quedarse en aquel lugar para siempre.
Ella bajó lentamente los escalones que los separaban, lo miró directamente
a los ojos y exclamó:
—¡Estás llorando!
Él la miró también a los ojos, que tenía casi tan húmedos como él los
suyos, y le dijo:
—¡En menudo lío nos has vuelto a meter!
—¡Oh, Ollie! exclamó ella, y suspiró.
—¡Oh, Stan! —exclamó él, suspiró, y la besó suavemente. Luego, le
preguntó—: ¿Vamos a comprendernos para siempre?
—¡Para siempre!
Desde aquella hora crepuscular en la escalinata, sus días fueron largos
y estuvieron llenos de esa arrobadora risa que marca el pulso de todo gran
idilio, al principio y al precipitado final. Dejaban de reír sólo para besarse, y
dejaban de besarse sólo para reír.
Fueron a ver muchas películas, nuevas y viejas, pero principalmente las
de El Gordo y El Flaco. Se aprendieron de memoria las mejores escenas, y las
repetían a gritos cuando paseaban en auto por Los Ángeles, a medianoche.
Ella dejó que su alma rebosara como una fuente y lo bañara a él, y era
correspondida con el mismo gozo.
Durante aquel año subieron y bajaron la escalinata por lo menos una vez
al mes, y organizaron meriendas con champaña sobre los peldaños, en la
parte media de esa cuesta, y así descubrieron algo increíble.
—Deben de ser nuestras bocas —dijo él—. Hasta que te conocí, ignoraba
que tenía boca. La tuya es la más asombrosa del mundo, y me hace
sentir que la mía lo es también. ¿Alguna vez te habían besado, pero de
veras, antes de que yo te besara?
—¡Nunca!
—Ni a mí. ¡Haber vivido tanto tiempo sin conocer nuestras bocas!
—Querida boca —lo atajó ella—, cállate y bésame.
Pero al final del primer año descubrieron algo aún más increíble. Él trabajaba
en una agencia de publicidad, y estaba anclado en Los Ángeles. Ella
era empleada de una agencia de viajes, y en poco tiempo se iría a trabajar
al extranjero. Esto los dejó anonadados; nunca lo habían considerado. Una
noche se sentaron frente a frente, y ella le dijo lánguidamente:
—Adiós.
—¿Qué? —preguntó él.
—Veo venir el adiós.
Él la miró fijamente a la cara, y advirtió que su semblante no era triste
como el de Stan en las películas, sino triste a su manera.
—Stan, tú nunca me dejarás...
Pero más que afirmación, fue una pregunta. De pronto, ella cambió de
posición, y él parpadeó al mirarla, y le preguntó:
—¿Qué haces?
—¡Tonto!, estoy ante ti, de rodillas, pidiendo tu mano. Cásate conmigo,
Ollie. Ven conmigo a Francia. Yo te mantendré mientras escribes la gran
novela norteamericana.
—Pero…
—Te llevas tu máquina de escribir portátil, un montón de papel, y me
llevas a mí. Anda, Ollie. ¿Vienes conmigo?
—¿Para irnos al infierno en un año y arder eternamente?
—¿Tanto miedo tienes, Ollie? ¿No crees en mí, o en ti, o en algo? ¡Dios
mío! ¿Por qué serán tan cobardes los hombres?
Luego, ella insistió:
—Mira, nunca se lo había propuesto a nadie, y no lo volveré a hacer;
me duelen las rodillas. ¿Qué dices?
—A mí me suena familiar esta conversación.
—La hemos tenido muchas veces desde hace un año, pero nunca pusiste
atención; estabas en la Luna.
—No; estaba irremediablemente enamorado.
—Tienes un minuto para decidirte. Sesenta segundos —ella fijó la mirada
en su reloj de pulsera.
—Levántate —le dijo él, un tanto incómodo.
—Si lo hago, será para salir e irme.
—¡Stan! —gimió él.
—¡Treinta segundos ! ¡Veinte, y ya sólo tengo doblada una rodilla !
¡Diez! ¡Estoy levantando el otro pie…! ¡Cinco ! ¡Uno !
Ya estaba de pie. Y continuó:
—Ahora me acerco a la puerta. Tú y yo somos personas muy especiales,
Ollie, y no creo que vuelvan a aparecer en el mundo ejemplares de nuestra
espléndida especie. Pero debo irme. Ahora, tengo la mano en picaporte, y...
—Y... —repitió él, muy quedo.
—Estoy llorando. Él empezó a levantarse, y ella meneó la cabeza.
—No; no lo hagas. Si me tocas, vas a hacer que me arrepienta. Ya me
voy. Pero iré a nuestra escalinata, sin piano, una vez al año, a la misma
hora de aquella primera noche, y si estás ahí, te secuestro, o me secuestras.
—Stan, Stan . . . —gimió él.
—¡Dios mío! —gimió ella.
—¿Qué?
—¡Cómo pesa esta puerta! No puedo moverla —sollozó—. Ya se abre.
Ya me fui.
Y la puerta se cerró.
Él volvió a la escalinata el 4 de octubre de cada uno de los tres años
siguientes, pero ella no acudió. Luego se le olvidó la cita dos años, y al sexto
la recordó; fue al atardecer y subió, porque vio algo en la parte media de la
cuesta. Era una botella de champaña, con un listón y una nota que decía:
“¡Ollie, querido Ollie! Recordé la fecha, pero en París. La boca no es la de
antes, pero está felizmente casada. Te quiere, Stan”.
Después de eso, él ya no volvió a la escalinata.
De viaje por Francia, 15 años después, iba él caminando por los Campos
Elíseos con su esposa y sus dos hijas, al atardecer. De pronto vio a una hermosa
mujer que se le acercaba de frente, escoltada por un hombre maduro,
muy serio, y un chico de pelo oscuro, muy guapo, que tendría unos 12 años.
Cuando se cruzaron, la misma sonrisa iluminó ambos rostros en el mismo
instante.
Él jugueteó con su corbata.
Ella se alborotó el pelo.
No se detuvieron. Pero él oyó que ella decía: “¡En menudo lío nos has
vuelto a meter!”, y remataba la frase con aquel nombre que le era tan familiar,
pues había sido suyo los años que había durado su idilio.
Sus hijas y su esposa lo miraron, y una de las muchachas le preguntó:
—¿Esa señora te llamó Ollie?
—¿Cuál señora?
—Papá —dijo la otra chica, acercándosele para verle los ojos—, ¡estás
llorando!
—No.
—Sí; estás llorando ¿Verdad, mamá?
—Bien sabes que tu papá llora hasta cuando lee el directorio telefónico
—comentó la esposa.
—No —repuso él—, sólo por 131 escalones y un piano. Recuérdenme
que las lleve allá algún día.
Siguieron caminando, y él se volvió hacia atrás, en el preciso momento
en que la mujer hacía lo mismo. Quizá él vio que ella articulaba con los labios
las palabras “¡Hasta luego, Ollie!”, o quizá no lo vio; pero sintió cómo su
propia boca se movía para articular en silencio: “¡Hasta luego, Stan!”
Y siguieron caminando en direcciones opuestas por los Campos Elíseos,
a los últimos rayos de aquel sol de octubre.



4 jun 2012

Luciérnaga Gloria Pampillo

Antes, muchos años antes, mucho tiempo antes, cuando llegaba la noche, llegaba de veras la noche. La noche, era más noche.  Desde abajo de los árboles, la sombra crecía, se desenroscaba y tapaba todo. Todo quedaba oscuro.
La gente no podía alumbrar tanta oscuridad. Alumbraba un poquito, lo que podía, una vela aquí, una fogata allá, o una lámpara. En esas épocas que les digo, las lámparas se llamaban lucernas.
Costaba prender esas luces y también costaba mantenerlas encendidas. Una puerta que alguien abría de repente, una ráfaga de viento y ¡zas! se quedaban sin luz.
Por eso sorprendía mucho a la gente unas lucecitas que se prendían en la noche en verano sin que nadie se tomara el trabajo de encenderlas. Andaban por los pastos altos y un momento estaban aquí, otro más allá y siempre parecían flores de luz.
A veces una flor de luz daba vueltas alrededor de otra flor de luz que se quedaba quieta. Se prendía y se apagaba, una vez aquí y otra vez allá, pero cada vez más cerca y más cerca de la luz que estaba quieta, hasta que las dos luces se juntaban.
A los enamorados les gustaba mucho mirar ese baile de las flores de luz.
Los enamorados también salían de noche a visitar a sus enamoradas. La enamorada prendía una lámpara en su casa - una lucerna- para guiar a su novio. Y el novio se acercaba con su lámpara en la mano -otra lucerna-. El novio prendía y apagaba a veces la lucerna para esquivar a los perros y también al padre de la novia, que si lo veía acercarse lo sacaba a los chumbos. Al final, el enamorado llegaba a la ventana donde brillaba la lucerna de la novia.
La gente desde las casas cuando llegaba las noches de verano no sabía desde lejos qué luces eran de los enamorados y qué luces eran de las flores de luz.
Y como los enamorados con sus lucernas se parecían tanto a las flores de luz, la gente empezó a llamar a las flores de luz lucernas, después las llamó luziernagas y al final las acabó llamando luciérnagas.
Ustedes, a lo mejor, las llaman bichos de luz. Pero eso es porque no están enamorados. Cuando se enamoren, ya van a ver como las llaman luciérnagas.