26 may 2014

Una invitación a leer Electricidad

1.       Confesión
Ignoro si el deliberado o casual lector de esta novela ha padecido o al menos presenciado una crisis epiléptica , esa fuga de la conciencia, esa danza temible del cuerpo. Yo he sido testigo de más de esas crisis de lo que ninguna curiosidad infame pudiera ambicionar. Mi hermana sufrió su primera convulsión a los once meses. Nacido varios años después que ella, fui entrenado para socorrerla desde que tuve conciencia. Un niño interioriza lo excesivo con mayor habilidad que un adulto: jamás me alarmó la recomendación de introducir un tenedor o un lápiz en la boca de mi hermana para evitar que se arrancara la lengua de un mordisco (las técnicas de auxilio han evolucionado desde entonces; hoy, a pocos médicos en el Occidente del mundo se les ocurriría recomendar atrocidades como aquellas, pese a que todavía son comunes en otros rumbos del planeta.
2.       El mal bennu
El espectáculo de una convulsión es grosero y cruel. Nos rebasa: un cuerpo convertido en marioneta de un puñado de conexiones nerviosas desquiciadas. Imposible sospechar juego alguno en el retorcimiento de la presa: un espasmo, para quien lo padece, resulta una mezcla inadmisible del dolor, felicidad, abandono. No resulta insólito que los antiguos tibetanos, griegos y romanos atribuyeran la epilepsia a la mano de los dioses. Tampoco que, en la arcaica Judea, fuera considerada seña inequívoca de una presencia demoniaca. En el Evangelio según Marcos, un hombre se presenta ante Jesús y le implora ayuda en estos términos. “Maestro: traje ante ti a mi hijo, tomado por un espíritu inmundo que, dondequiera que lo ocupa, lo sacude: y mi hijo echa espumarajos por la boca y cruje los dientes y se va secando”. Menos dramático, el Código de Hammurabi se limita a establecer que el comprador de un esclavo tiene el plazo de un mes para devolver la mercancía si descubre que padece el “mal bennu”. Los indígenas de la América precolombina hicieron sus primeros tanteos en la trepanación craneal en busca de una cura. Menos científicas, numerosas legislaciones en el mundo anglosajón impedían todavía hace treinta años, contraer matrimonio si se padecían convulsiones.
3.       Sobrevivientes
Un epiléptico es un ser vulnerable. Una convulsión puede sobrevenirle al volante de un automóvil, al cruzar una calle, en la ducha, a la mitad de un episodio sexual, y dejarlo desvalido, herido, baldado, muerto. A la vez, un epiléptico desarrolla, con los años, una coraza. Muchos de ellos, al madurar, cuando los medicamentos y cuidados consiguen paliar la virulencia que adquiere el mal en la juventud, pueden ufanarse de un historial de batallas y cicatrices que hace palidecer el de cualquier guerrero. Son, fatalmente, sobrevivientes de sí mismos.
4.       El gran mal
¿Qué es lo que se percibe antes, durante y después de un ataque? ¿Puede ese terremoto de sensaciones volcarse en un texto literario? Dostoievski fue un afanoso traductor a las letras de la variante más brutal de epilepsia: los recurrentes ataques conocidos como “gran mal” –que contrastan con una variedad más dócil, en que el afectado se limita a perder el hilo de los acontecimientos, como si se abstrajera en sus propios asuntos. En El idiota, un ataque del príncipe Myshkin es descrito de este modo: “Se atascó un instante, como si estuviera buscando las palabras, y abrió la boca… De repente de esa boca, extremadamente abierta, salió un grito extraño, prolongado, carente de sentido, y él perdió el conocimiento, cayendo al suelo (…) Contracciones espasmódicas sacudían su cuerpo y en las comisuras de la boca había espuma”
Ray Robinson se preguntó lo mismo y ha conseguido encontrar una respuesta, si no definitiva –nada lo es en literatura- al menos fascinante. Electricidad es esa respuesta.
5.       La voz de Lyly
La pluma de Robinson elude con habilidad la consabida novelita médica de denuncia, lo mismo que el culebrón contestatario. El padecimiento, su capacidad para transformar la vida y percepción de una persona, son su  materia. Y su vehículo es un engendro memorable: Lily O'Connor, una chica afectada de epilepsia desde que su madre la arrojó por las escaleras, que, acosada por ataques cada vez más virulentos, emprende un viaje en busca de sus hermanos.
Lily es menos una tesis psicológica que una voz entrañable, tal como preconizaba Charles Dickens, ese otro británico empeñado en la humanización de sus criaturas. Vertiginosa en el uso del lenguaje, filosa  en la percepción de lo que la rodea, lo mismo cándida en su papel de treinteañera en apuros que salvajemente irónica o resignada hasta extremos que lindan con la santidad, la voz de Lily da consistencia a un discurso múltiple y exitoso, además por esa diversidad de recursos y matices.
Ignoro si el azaroso o inevitable lector de esta novela ha despertado alguna vez en mitad de un charco de orina y sudor, sin saber cómo ni por qué. O si ha sentido cómo lo devora el aura que antecede a un ataque, cuando los sentidos se agudizan justo antes de derrumbarse. Lo que sé, fuera de toda duda, es que la eléctrica voz de Lily O'Connor lo convencerá de que, padezcamos o no de epilepsia, la vida es esencialmente una mesa de esquinas afiladas, lista para partirnos la vabeza. Y nuestro papel es despertarnos cada día sucios y desconcertados, como quien se recobra de una convulsión, y pese a ello, levantarnos. O no.

Antonio Ortuño
Prólogo a Electricidad de Ray Robinson
Editorial Sexto Piso


22 may 2014

La sirena

(A la orilla)


I


Es invierno, 
alguien vendrá a leer la arena 
en las manos de los niños.

¿Pero quién vendrá a sumergirse 
en el canto ámbar de una sirena?

¿Quién a desenredar sus arrugas 
y arrancar su canas de la piedra 
en que la voz de la vieja sirena 
se sienta a soñar la juventud de la luna?

¿Quién le ungirá la piel con deseo?
Si ya ofrenda, sus corales al viento, 
si el vientre sin descendencia se hincha, 
si a cada ola, el mar también envejece.


II

Un pez borra las huellas 
de la arena sobre el mar.

No es la voz, es el frío 
quien camina por la arena.

Una sirena niña 
sueña el silencio de las olas.

Párpados de sal y agua 
se cierran en el horizonte.







III

Ahí donde las especies marinas confluyen 
y los caracoles celebran su rito ancestral, 
donde se abren abanicos de fuego 
y el tiempo se repliega de tanto asombro.

Ahí, en el albor de un siglo, 
otra sirena piel de marfil se suicida.

Y no es el frío, ni la difícil madrugada 
del león marino sobre la arena. 
No es el invierno, es el lamento 
quebrantando el vuelo de la gaviota.

Al vuelo se quiebra el ala de la voz.

Caen esquirlas, la sangre asciende por la piel del cielo.



IV 
Quiso ser manta raya 
y soñó que de su vientre salino 
nacerían las más dulces promesas.

Quiso hablar el lenguaje de los delfines, 
apaciguar en sus manos 
los mares de la incertidumbre. 
Liberarse 
de la rutina y la miseria 
que se extendía a plenitud en su horizonte.

Y cortó 
uno a uno los pétalos de la anémona. 
Y giro largo tiempo sobre sí misma. 
Quiso ser estrella de mar.

Y he aquí otro tacón roto 
sobre un espejo de concreto.



Lotería
Nati Rigonni