1. Confesión
Ignoro si el deliberado o casual lector de
esta novela ha padecido o al menos presenciado una crisis epiléptica , esa fuga
de la conciencia, esa danza temible del cuerpo. Yo he sido testigo de más de
esas crisis de lo que ninguna curiosidad infame pudiera ambicionar. Mi hermana
sufrió su primera convulsión a los once meses. Nacido varios años después que
ella, fui entrenado para socorrerla desde que tuve conciencia. Un niño
interioriza lo excesivo con mayor habilidad que un adulto: jamás me alarmó la
recomendación de introducir un tenedor o un lápiz en la boca de mi hermana para
evitar que se arrancara la lengua de un mordisco (las técnicas de auxilio han
evolucionado desde entonces; hoy, a pocos médicos en el Occidente del mundo se
les ocurriría recomendar atrocidades como aquellas, pese a que todavía son
comunes en otros rumbos del planeta.
2.
El mal bennu
El espectáculo de una convulsión es grosero y
cruel. Nos rebasa: un cuerpo convertido en marioneta de un puñado de conexiones
nerviosas desquiciadas. Imposible sospechar juego alguno en el retorcimiento de
la presa: un espasmo, para quien lo padece, resulta una mezcla inadmisible del
dolor, felicidad, abandono. No resulta insólito que los antiguos tibetanos,
griegos y romanos atribuyeran la epilepsia a la mano de los dioses. Tampoco
que, en la arcaica Judea, fuera considerada seña inequívoca de una presencia
demoniaca. En el Evangelio según Marcos, un hombre se presenta ante Jesús y le
implora ayuda en estos términos. “Maestro: traje ante ti a mi hijo, tomado por
un espíritu inmundo que, dondequiera que lo ocupa, lo sacude: y mi hijo echa
espumarajos por la boca y cruje los dientes y se va secando”. Menos dramático,
el Código de Hammurabi se limita a establecer que el comprador de un esclavo
tiene el plazo de un mes para devolver la mercancía si descubre que padece el
“mal bennu”. Los indígenas de la América precolombina hicieron sus primeros
tanteos en la trepanación craneal en busca de una cura. Menos científicas,
numerosas legislaciones en el mundo anglosajón impedían todavía hace treinta
años, contraer matrimonio si se padecían convulsiones.
3.
Sobrevivientes
Un epiléptico es un ser vulnerable. Una
convulsión puede sobrevenirle al volante de un automóvil, al cruzar una calle,
en la ducha, a la mitad de un episodio sexual, y dejarlo desvalido, herido,
baldado, muerto. A la vez, un epiléptico desarrolla, con los años, una coraza.
Muchos de ellos, al madurar, cuando los medicamentos y cuidados consiguen
paliar la virulencia que adquiere el mal en la juventud, pueden ufanarse de un
historial de batallas y cicatrices que hace palidecer el de cualquier guerrero.
Son, fatalmente, sobrevivientes de sí mismos.
4.
El gran mal
¿Qué es lo que se percibe antes, durante y
después de un ataque? ¿Puede ese terremoto de sensaciones volcarse en un texto
literario? Dostoievski fue un afanoso traductor a las letras de la variante más
brutal de epilepsia: los recurrentes ataques conocidos como “gran mal” –que
contrastan con una variedad más dócil, en que el afectado se limita a perder el
hilo de los acontecimientos, como si se abstrajera en sus propios asuntos. En El idiota, un ataque del príncipe
Myshkin es descrito de este modo: “Se atascó un instante, como si estuviera
buscando las palabras, y abrió la boca… De repente de esa boca, extremadamente
abierta, salió un grito extraño, prolongado, carente de sentido, y él perdió el
conocimiento, cayendo al suelo (…) Contracciones espasmódicas sacudían su
cuerpo y en las comisuras de la boca había espuma”
Ray Robinson se preguntó lo mismo y ha
conseguido encontrar una respuesta, si no definitiva –nada lo es en literatura-
al menos fascinante. Electricidad es
esa respuesta.
5.
La voz de
Lyly
La pluma de Robinson elude con habilidad la
consabida novelita médica de denuncia, lo mismo que el culebrón contestatario.
El padecimiento, su capacidad para transformar la vida y percepción de una
persona, son su materia. Y su vehículo
es un engendro memorable: Lily O'Connor, una chica afectada de epilepsia desde
que su madre la arrojó por las escaleras, que, acosada por ataques cada vez más
virulentos, emprende un viaje en busca de sus hermanos.
Lily es menos una tesis psicológica que una
voz entrañable, tal como preconizaba Charles Dickens, ese otro británico
empeñado en la humanización de sus criaturas. Vertiginosa en el uso del
lenguaje, filosa en la percepción de lo
que la rodea, lo mismo cándida en su papel de treinteañera en apuros que
salvajemente irónica o resignada hasta extremos que lindan con la santidad, la
voz de Lily da consistencia a un discurso múltiple y exitoso, además por esa diversidad
de recursos y matices.
Ignoro si el azaroso o inevitable lector de
esta novela ha despertado alguna vez en mitad de un charco de orina y sudor,
sin saber cómo ni por qué. O si ha sentido cómo lo devora el aura que antecede
a un ataque, cuando los sentidos se agudizan justo antes de derrumbarse. Lo que
sé, fuera de toda duda, es que la eléctrica voz de Lily O'Connor lo convencerá
de que, padezcamos o no de epilepsia, la vida es esencialmente una mesa de
esquinas afiladas, lista para partirnos la vabeza. Y nuestro papel es
despertarnos cada día sucios y desconcertados, como quien se recobra de una
convulsión, y pese a ello, levantarnos. O no.
Antonio Ortuño
Prólogo a Electricidad de Ray Robinson
Editorial Sexto Piso