12 dic 2011

Sueño con una escuela feliz Francisco Delgado Santos (Ecuador)


Para: Luis Calderón
Sueño con una escuela donde podamos ser libres:
donde no existan las palabras gritar, ordenar, humillar,
amenazar, castigar,
sino otras, más bonitas, como susurrar, sugerir, felicitar,
pedir, premiar…

Sueño con una escuela que se tome el trabajo
de conocer lo que pensamos, imaginamos y sentimos,
cada uno de los niños y niñas que asistimos a la clase,
y en la que cada uno de nosotros pueda pintar el sol
de verde o el cielo de morado
sin que nuestros maestros nos muestren malas caras
y nos pongan malas notas.

Sueño con una escuela donde la sonrisa sea el pan de cada día,
y el afecto sea como un carrusel, con música y espacio para todos,
que al igual que la tierra, gire por siempre, sin cansarse.

Sueño con una escuela donde nuestras opiniones se respeten:
donde no se nos trate como hombres y mujeres diminutos,
sino como seres humanos con necesidades
que deben ser satisfechas.

Sueño con una escuela que no se limite a darnos conocimientos,
sino que nos permita expresar emociones y cultivar valores;
que nos presente delicadamente la realidad,
y no que no destierre de nuestro reino la fantasía.

Sueño con una escuela a la que nos desesperemos por asistir,
por haber encontrado en ella un permanente patio de recreo,
en el que la alegría se ha disfrazado de hada, de mago o de maestro.

Sueño que un día repiquen
por cientos y por miles las campanas
y le anuncien al mundo,
que se han inaugurado en todas partes
las escuelas felices de mi sueño.


Poema del enamorado de la maestra Elsa Isabel Bornemann (Argentina)


Usted jamás va a saberlo
y es apenas una frase:
¿Cómo escribir que la quiero
en el cuaderno de clase?

Usted nunca va a enterarse
Es ancha esta pena mía…
¿Cómo contarle mi amor
con faltas de ortografía?

Usted pondrá “insuficiente”
a su alumno enamorado,
pues por volverla a tener
voy a repetir el grado.


Casos de amor con la palabra (i) Eliana Yunes



Casos de amor con la palabra[i]

                                                        México, Conaculta, octubre 2011
                                                                  Eliana Yunes

Los primeros recuerdos de la infancia no son recordables: sin embargo, algo queda como la imprecisión de un arrullo, de una música lejana, de sonidos sin sentido o mejor, con el sentido de las buenas sensaciones innombrables, todavía. Nos cantarán, nos contarán, bailarán con nosotros y los sonidos lejanos se quedarán como ecos imperceptibles de nuestra mejor felicidad, aunque en la infancia esto no fuera más que consuelo.
Luego, la memoria más viva de la infancia despunta en los  imágenes de las canciones que bailaban los niños , brazos abiertos , mano a mano, para allá, para acá,  abriendo y cerrando la rueda para acoger los que adentraban o salían del circulo...las rondas infantiles guardan historias con ritmo y rimas.
Como las canciones de cuna, son casi todas narrativas ancestrales, enseñando los movimientos y la poesía de los juegos infantiles - cosa que los adultos abandonaran a su vez, pero que no dejaran de estar registradas por Goya en la así dicha fase clara. En portugués, a las canciones de rueda, les decimos cirandas que, etimológicamente, vienen del verbo serandar, acto de estar desvelado para trabajar cuando es ya oscuro, en las noches de invierno. Con antorchas o candelas, seguían con los granos y uvas en los canastos a las espaldas; primero, con cantos, se acercaban las mujeres y al llegar los hombres, entraban las danzas, al término de la desvelada.
Alrededor del fuego, para calentarse, cantaban y bailaban. Cansados, sin embargo, intercambiaban noticias del día, saberes logrados, cambiaban afectos y en retos verbales, hacían crecer el repertorio del romancero, mientras en las ruedas escenificaban actividades casi como una performance, con sus miradas, pasos, gestos e interjecciones (expresando deseos, afectos, intenciones y aspiraciones), quehaceres que representaban sus vidas.
Como en las historias de Arthur, más adelante en las memorias de los hombres, la forma redonda aparece como rechazo de la línea recta, corte en la soledad  que rescata de la caída, ayuda en el com-paso. Allí, la palabra es también rescate de cosas vividas, enseñanzas, que rememoran. Los pares, el grupo, en pequeños o grandes círculos, como en las rosáceas o cábalas, aspiran a la unidad, como si cada punto remitiera al otro sin rupturas: fuerzas centrífugas son equilibradas por el abrazo.
Desde la biblia judaica a las cosmogonías de otras religiones, el círculo aparece como demarcación del espacio para celebrar la palabra. Miremos nuestros circos, teatros de arena, el cruce antes del altar en las naves centrales de las iglesias: ellos como que establecen entre las gentes una forma de alianza en que las  confrontaciones pudieran darse sin conflictos. Ahí lo que uno celebra es la palabra, hablada, cantada, compartida. En el juguete infantil, un ensayo de ponerse uno en contacto con el otro para crear un intercambio y fomentar la participación que, en el futuro, va a demandar la vida ciudadana.
De estos gestos al círculo de las escuchas, cuando alrededor de la tabla hablan y escuchan los caballeros de Arthur… alrededor del lecho, habla Sherazada y escucha el esposo Shahriar… la palabra mágica de Alí Baba que abre y cierra cavernas, como la de los modernos héroes que “tienen la fuerza”. A ejemplo de Dios que no hizo las cosas sin significarlas por el verbo: ¡Hágase! Las palabras estaban con Él en la creación y siguen con nosotros por donde vayamos, constructores de nuevos mundos.
La palabra, que instaura universos en la ficción, no juega con la falsedad (no es mentira) sino promueve el testimonio de los deseos que puedan quitar la ilusión de naturalidad de las cosas. ¡Nada que nos afecte es natural! Ficción como posibilidad - en el teatro, en los rituales, en los juegos -, como en las representaciones de la realidad que curiosamente más la trasparenta en cuanto menos la reproduce. Fantasía que habla de otro real,  invisible a causa de las ideologías dominantes, a causa de la invidencia.
Palabra mágica que desde el principio estuvo en la poesía, en los cantos, que pide paso para salir de los negocios. Por extraño que nos parezca, los grandes espectáculos de música no son guitarras eléctricas apenas, son letras, y por insignificante sea lo que digan, las cantan  entusiasmada la asistencia.
La lectura empieza como exigencia para sobrevivir – si no leo el ambiente en que vivo, cultura, valores, poderes, etc., puede que no logre una relación efectiva con el otro, no alcance un diálogo en que lucen al menos dos enunciaciones, del tu y del yo. Estas dos figuras que se ofrecen ambas como en un espejo mágico, no para reflejar lo mismo sino la diferencia, la alteridad que permite, comparar, evaluar, distinguir, agregar o resistir.
La lectura prepara el reaccionar, no como respuesta programada: ella brinda la distancia que anunció Aristóteles hablando de las tragedias, para que comprehendamos en nosotros lo que miramos en el otro. La vida no nos concede este tiempo en la contemporaneidad. Nos perdimos de nosotros mismos y un encuentro con un personaje o varios puede decirnos cosas que no queremos escuchar de viva voz a un vecino.
Sin embargo, mucho depende del uso que damos a las palabras, cómo para recrear percepciones, sentimientos e reflexiones que nos traigan sentido a lo vivido, a lo experimentado! Muchas veces estamos atrapados por un yo que nos impide de hablar del mí.  No encontramos las palabras porque no las cosechamos en la lectura, que es lo que dijo Michel de Certeau ser el acto de leer, “cosechar en territorio ajeno -  las únicas huellas que guarda la lectura están justo en esto,  en las señas que dejamos en la escritura”. Por esto la caminada del lector culmina con la experiencia de hacerse escritor, narrador de nuestro pequeño círculo, ¡que sea!
Las palabras sustituyeran la violencia primera en las relaciones, como nos cuenta Freud, por permitir que tomáramos la voz como sujetos de un discurso que argumenta y cuyo golpe puede ser igualmente duro, es verdad, pero que consiente de la contestación, admite la réplica, y por turnos, deja al otro la misma condición de primera persona.
Con palabras, en la biblia cristiano-judía, Dios hizo el mundo, y toda la historia humana es narrada, desde entonces, para garantizar que no tengamos que repetir los errores y podamos renovar los hallazgos, con un ángulo especial de visión.
Las palabras pasaran del canto a las piedras en imágenes  que buscaron representar el significado aprendido. En las piedras podrían permanecer largo tiempo pero, lejos de los ojos se perdían igual de la memoria. Esta pelea que Platon narra en Fedro, concluye que la escritura que promete la inmortalidad a lo narrado, quizás, de hecho lograría  alejar a muchos  del sentido que se intentó preservar, por ya no traerlo en el corazón. La memoria que duerme en las piedras como en las páginas, carece de alguien que la venga despertar.
Con esto lidiaba Paulo Freire al decir que la lectura del mundo precede la de la palabra. A mí me parece hoy que la lectura del mundo quedó velada por un texto ordinario con lo cual tiramos lo diario, la jornada que se parece una a la otra, sin más que repeticiones. La palabra se ha vaciado de la experiencia, nos advierte Walter Benjamin.  Por esto mismo, una palabra fuera de su registro habitual nos sorprende y nos parece fantástica. ¿Qué es la fantasía sino una filosofía diseñada por deseos, un pensar renovado del mundo? La palabra adentró la ficción y la poesía antes de estar en las leyes y en el derecho.
Para garantizar que ellas fueran más lejos se hizo la escritura; para no permitir que se alejaran del corazón humano se hizo la lectura. Y, del derecho a la ficción, lo que uno demanda es la interpretación. Justo ahí radica el sujeto entre sujetos, el que anima el sentido de las cosas.
En los rollos y pergaminos, en los códices y los libros, las palabras se ganaron alas para dar la vuelta al mundo, cosa que todavía están por completar, si miramos las luchas entre norte y sur, occidente y oriente, cristianos y musulmanes, políticos y ciudadanos. La palabra es nuestra mayor joya que anda perdida de su soporte principal: el pensamiento y el sentimiento humanos.
¿Qué nos pasa para que sigamos sin entendernos y disfrutarnos del más milagroso recurso de la historia humana? Sin nuestras tribus originales, donde la palabra creaba mundo, aturdidos en las grandes urbanidades, hablamos muchas veces con nosotros mismos por sentir la soledad del silencio cuando éste no guarda  fertilidad.
La literatura desde la oralidad a la escritura pude realizar – esta es la palabra – el milagro de escucharnos mejor y así a los otros. ¿Tiempo para la literatura, no será tiempo para la estima de expresar lo vivido? Tiempo para escuchar y leer. Tiempo para comentar lo leído. Las historias personales maravillosas no están en la pantalla apenas o en las novelas. Cuando salimos de la lectura de una película o de un libro, entramos de vuelta en la vida y algunas veces, sentimos o pensamos que todo aquello cabe en ella y que siendo comunes y corrientes,  sin embargo, vivimos las cosas especiales que guardan las historias de la ficción.  
Dice Vargas Llosa que hablar, contar, escribir son
         “una forma de lucha contra la muerte y el fracaso, porque uno adquiere cierta ilusión de permanencia y desagravio, como una manera de recuperar, dentro de un sistema que la memoria estructura con la ayuda de la fantasía (lo que hubiera podido ser…  o lo que todavía puede que sea), aquel pasado que mientras era experiencia vivida tenia la apariencia del caos. “
El cuento, la ficción gozan de lo que la vida vivida en su vértigo de complejidad y imprevisibilidad, siempre carece: un orden, una coherencia, una perspectiva, un tiempo cerrado, provisorio,  que permite determinar una jerarquía de las cosas y hechos, el valor de las personas, los efectos y las causas, los vínculos entre las acciones.
Para conocer lo que somos, como individuos y como pueblos no tenemos más que el recurso de salir de nosotros mismos y, apoyados por la memoria y por la imaginación proyectarnos en estas ficciones que nos hacen, paradójicamente iguales y distintos a un solo tiempo. La ficción es el hombre completo, en su verdad y su mentira, fundidas[…] Inventar no es, casi siempre, más que […] que rehacer la experiencia, rectificar la historia oficial en la dirección de nuestros deseos frustrados, nuestros sueños lastimados, nuestra alegría o cólera entrapados.’
La ficción carece del verbo, al menos para que sea imaginada, aunque después se ponga o se exprese en otro lenguaje, con otro código y le quepa otra sintaxis como pasa con la música o la pintura. Viene la palabra y mundos con ella, tan peligrosos cuanto salvadores de nuestra humanidad. Somos, como dijo Nikos Kazantzakis, salvadores de Dios, en nuestra ascesis, cuando abandonamos nuestro orgullo de totalidad y descubrimos la figura de “el otro como si mismo”, una expresión de Paul Ricoeur. En esto está la semblanza con Dios, a mi juicio, en el abandonar la autosatisfacción para crear.
A propósito de Ricoeur, uno de los pensadores más proficuos del siglo pasado, poco leído y comprendido, hay algo que podemos aprovechar para nuestra reflexión, si lo traducimos a un enunciado menos complejo.  Su diseño del lenguaje humano tiene una estructura a la que llama de tríplice mimesis o de “tres niveles de metáforas”, con distintas capas de apertura a la interpretación.
Él nos recuerda que al hablar o escribir, tenemos a disposición una metáfora ya hecha, que es la de las lenguas, pues que ellas recubren al mundo y nos dan la ilusión  de transparencia y de real, cuando en verdad son una construcción de realidad, un recorte antropocultural del real inaccesible. Si pudiéramos acceder directamente al real, no preguntaríamos con angustias por la verdad, ni palabras o representaciones serian necesarias.  
Pues bien: en este nivel ya encontramos un mundo figurado, a que corresponde la gramática y semántica ordinarias. De la figuración dependemos para que se haga la comunicación, en términos de la cultura con la cual cada puebla expresa su modo de ser y estar.
En un segundo nivel, los relatos del mundo son refigurados por el imaginario y toman cuerpo en las ficciones, donde la escritura creativa inaugura perspectivas nuevas de vida y de mundo con recursos del maravilloso, del fantástico o mismo del que nos parece insólito, y  aun que infrecuente, lo sabemos posible. Ahí radican las escrituras, las grafías del mundo que tienen autoría y firma propias. Cosa de las artes en general y de la literatura en particular, por su materia prima, la palabra, condición para la Historia, para los relatos.
Por fin la metáfora del tercer nivel a la que él dice, configuración de mundo, depende del lector, el que rescata de su acervo y repertorio de historia y vida algo con que reforma y configura su visión de mundo - construye sentidos nuevos, intersubjetivos, a partir de los niveles anteriores. Así es con el intérprete que las cosas ganan vida y este  responde también por la acción, la puesta en práctica de lo que entiende como justo, como verdadero. Pues la ética es más que crear limites para que el otro no sea nuestro infierno como dijo Sartre, es reconocer el otro como un ‘yo mismo’, postuló Levinas. Antes Aristóteles dijera que en la ética se trataba del ‘buen vivir”. Ricoeur nos explica mejor: no se trata de vivir bien, sino de convivir. Sin adverbios.
Pero la palabra o las ficciones, son ante todo, relatos. Pensamos por relatos, pronto tengamos qué decir, se asoma una historia que se completa mientras la narramos. Estos relatos para viajar en el tiempo y  en el espacio, para viajar en la historia, carecen de soportes.
Cuando Socorro me pidió para escribir un elogio del libro en todos sus soportes, me imaginé el tema de la crisis frente a las nuevas tecnologías, si el libro desaparece o no. A veces esto ya aparece como discutido, resuelto, hablamos incluso de libros digitales. Y hay que reconocer el papel que el libro jugó en la civilización moderna: impulsó revoluciones colectivas como la francesa, e individuales como la del sujeto cartesiano.  Podemos decir que los estados modernos firman su historia en el escenario de las naciones, no por sus guerras o políticas, sino por su arte  y sobre todo, su literatura.
En la historia de España, para representarla, ¿a quienes vamos invocar: a Carlos V o a Cervantes? ¿En Italia? Dijo Umberto Eco que sin Dante, no habría siquiera el italiano, como lengua. El Quijote y la Divina Comedia siguen vivos para confiarnos secretos que los reyes ya no guardan. Como soporte, el libro después de Gutenberg y del paso del pergamino al papel, se hizo emblema de la civilización y de las culturas.
Sin embargo, no estoy segura si es el libro lo que deseamos defender o proteger. Digital o no, bajo distintos sistemas de recuperación, lo que buscamos conservar, es el espacio del imaginario y de la interlocución, del relato y de la interpretación, donde jugamos como sujetos en la visión misma que nos presenta Ricoeur. La palabra hecha imagen o movimiento, bajo otras expresiones o lenguajes, esta palabra que no quiero apenas repetir como primera metáfora, quiere inaugurar la segunda y multiplicar la tercera, es la lucha de la que se traba ahora.
Pensémoslo bien: los cuentos nos fascinan, queremos compartirlos, comunicar la belleza y la sorpresa, colaborar a que pasen de la invidencia a la visión del sentido. Pero, por lo que he podido acompañar en estos últimos treinta años, pasamos de la promoción del libro (años 80) a la de la lectura (años 90) y hoy, queremos la del lector.
Claro está que una cosa no hace que la otra desaparezca sino que todo un sistema se recompone y acomoda, pero avanzamos mucho hasta lo que importa para crear de hecho sociedades de la palabra: queremos lectores que sean pensantes, que se apropien de ella para tener discurso proprio – lo que vale decir, que sean responsables por su palabra, que tengan la autonomía que se puede tener entre pares.
El libro con sus cuadernos, formatos, usos, no va desaparecer: el rollo que se abría horizontal en la edad media, desliza vertical en las computadoras, por ejemplo. Un cambio que, sin embargo, va más lejos pues hace de lectores autores y críticos, a partir de la lejana idea de Descartes de que un hombre puede ejercer su juicio libremente. Lo que estamos para defender acá, en Salas de Lectura, en Leamos de las manos de papá y mamá, en México lee, es la posibilidad de una humanización permanente y renovada, que frente a este recurso democrático por excelencia,  entréguesele al otro, lo que por derecho de vida tiene: el uso de la palabra creadora que le hace ciudadano. La gran novedad de la escritura en el sistema alfabético fue conllevar el poder del conocimiento más lejos de lo que por la oralidad sería posible.
Pero hemos visto con Ricoeur que esto es poco ahora. Queremos compartir mucho más lo que porta la palabra. Queremos que ella se juegue de uno a otro en la primera persona, con la responsabilidad de realizar el sueño común, de justicia para todos. Tenemos miedo a la palabra amor, pero decimos que queremos justicia, que es la forma de amar hasta los enemigos. Esta es la forma de encontrarse uno con la paz. Con palabra, sin magias, decir en el corazón, ¡Hagase!. Y darle permiso al mundo para que tenga distintos autores y sea original en cada uno.
La urgencia esencial de la lectura no es pues el aprendizaje de técnicas de letramiento , sino el aprendizaje interior de la acogida y recogida de todo lo que nos es “suyo”, de todo que no es ‘yo’. En el intento, curiosamente de identificarnos. La urgencia esencial de la lectura, paradójicamente, es el aprendizaje de la escucha de lo que es exterior a nosotros, el Otro. Pero esta escucha del Otro implica otros más, porque al hombre de carne y hueso vamos a través de los hombres hechos en palabras.
La palabra verdaderamente humana, des-automatizada, es la eclosión sonora de silencio y escucha que recoge la palabra del otro y la mía para configurar el mundo y la vida. Hablar reflexivamente es siempre una forma de gratitud radical por la existencia de otro que a mí me confiere identidad. Les necesito para ser lo que soy – estoy siendo -,  ahora. Por otro lado, la lectura, sí, es un acto de amor, por lo cual ofrecemos un espacio dentro de nosotros para que él existiera.
En este encuentro que promueve la lectura, nos volvemos, no guardianes del sentido, sino sus sembradores en la vida Pues que falta mucha cosecha para los que no encontraran el pan de trigo ni el pan de la solidaridad.
Saint-Exupery, en su Vuelo para Arras, dice “que vivir es ir naciendo despacio.” Sería más fácil si encontráramos almas ready made; al no ser esto  posible, las creamos con las palabras y por ellas decimos quien somos, qué nos va en lo más recóndito del ser, por detrás de la máscara de personas, como en teatro griego.
No importa cuántos soportes la literatura – palabra siempre inaugural – pueda tener, todavía. Importan los relatos que nos relacionan, que nos permiten ver una condición especial, ni mayor, ni menor en el mundo: la de traducir nuestro misterio personal en verbo. De esto se trata: del elogio del verbo.



[i] Texto leído en el II Encuentro Internacional de Salas de lectura

11 dic 2011

El diablo y yo nos entendemos... Jaime Sabines

El diablo y yo nos entendemos
como dos viejos amigos.
A veces se hace mi sombra,
va a todas partes conmigo.
Se me trepa a la nariz
y me la muerde
y la quiebra con sus dientes finos.
Cuando estoy en la ventana
me dice ¡brinca!
detrás del oído.
Aquí en la cama se acuesta
a mis pies como un niño
y me ilumina el insomnio
con luces de artificio.
Nunca se está quieto.
Anda como un maldito,
como un loco, adivinando
cosas que no me digo.
Quien sabe qué gotas pone
en mis ojos, que me miro
a veces cara de diablo
cuando estoy distraído.
De vez en cuando me toma
los dedos mientras escribo.
Es raro y simple. Parece
a veces arrepentido.
El pobre no sabe nada
de sí mismo.
Cuando soy santo me pongo
a murmurarle al oído
y lo mareo y me desquito.
Pero después de todo
somos amigos
y tiene una ternura como un membrillo
y se siente solo el pobrecito

1 dic 2011

La aventura de un matrimonio Italo Calvino

El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacios del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café.
Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: «¿Qué tiempo hace?», y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
- ¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? - y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. «Lo ha atrapado», pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al «once», que la llevaba a la fábrica como todos los días.
Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. El se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo hacía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacia él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
- Arriba, un poco de coraje - decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. El, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.